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El 18 de febrero de 1546 el Cabildo de Santiago inició la entrega de porciones de tierra en Tango o Tancomahuida a quienes habían colaborado con el conquistador Pedro de Valdivia en su hazaña de Chile. Entre los beneficiados estuvieron Jerónimo de Alderete y Juan Fernández de Alderete, quienes se unieron a la expedición de Valdivia en Atacama.


Jerónimo de Alderete fue regidor del Cabildo de Santiago y tesorero real a partir de 1541. Luego acompañó a Pedro de Valdivia al Perú y en 1552 fue enviado por el gobernador a la corte en España, con el fin de conseguir fondos para la Capitanía. Estando allá ocurrió la muerte de Valdivia, y fue entonces que el propio emperador Carlos V lo nombró gobernador de Chile con el título de Adelantado y el hábito de Caballero de Santiago. Sin embargo, Alderete no alcanzó a ejercer el cargo pues falleció en el viaje de regreso. Su viuda, Esperanza de Rueda, heredó entonces las tierras de Tango, y gozó de la encomienda de indios hasta su muerte en 1592. Parte de estas propiedades fueron posteriormente rematadas por Gonzalo de Toledo y luego pasaron a manos de los padres mercedarios que años después vendieron a los jesuitas.


También en 1546 fue designado encomendero de Tango el capitán Juan Fernández de Alderete, a quien sucedió su yerno Juan de Barros. Un año más tarde, el capitán Marcos Veas Durán recibió territorios que habían sido del cacique Guachumpilla.


La relación entre españoles y nativos respecto a la propiedad y usufructo de la tierra en torno a la ciudad de Santiago no fue fácil. Si bien existió el cargo de Defensor de Naturales, que debía velar por los derechos de estos últimos, no siempre se les prestó la debida atención, como informó el agrimensor Ginés de Lillo cuando delimitó las tierras del valle de Tango en el verano de 1604.


En esos escritos da cuenta de que habiendo pedido justicia algunos indios en razón de sus tierras, el protector se excusaba de atenderlos argumentando que eran “simples contradicciones”. Sin embargo, en otras oportunidades sí se acogieron las demandas, como en el caso del cacique Miguel Llau Llau en contra de Gonzalo de Toledo por usurpar las tierras de Quilquincha, así como también se respetaron los derechos del cacique y principal Hernando Chipanvilu sobre sus tierras en el valle.


A partir de la segunda mitad del siglo XVI numerosos conquistadores y vecinos de la ciudad de Santiago recibieron por parte del Cabildo mercedes de tierra en el sector en retribución a sus servicios. Fue el caso de Alonso de Miranda, soldado en las campañas de Arauco, que recibió una estancia en Tango, desde Catemito, en la ladera sur del cerro Chena, hasta la proximidad del río Maipo.


También Benito Gómez, Juan Vásquez de Acuña y Juan Tapia, fueron agraciados por el gobernador Alonso de Sotomayor por los servicios prestados a la Corona. En 1590 el español Juan Mendoza Buitrón recibió del Cabildo las tierras que habían sido del cacique Negue-Tegua, y poco después se favoreció al mestizo Francisco Gómez de las Montañas, procurador de la ciudad.


En 1601 se dieron 200 cuadras colindantes al llamado camino del Vado de Tango o Camino Real a Juan Guerra de Salazar, médico y sangrador del hospital de Santiago.


En las “Mensuras” de Ginés de Lillo de 1604, se nombra entre los propietarios al licenciado Francisco Pastene, al capitán Miguel de Amézqueta, a doña Escolástica Carrillo y a Ginés de Toro Mazote.
En Tango también se asentaron órdenes religiosas, como la de los agustinos, que desde muy temprano fueron propietarios del faldeo sur del cerro Chena y dejaron su nombre vinculado al sector, y las monjas de Santa Clara, dueñas de una estancia que se extendía al oriente del cerro de Lonquén, inmediata a la propiedad que compró la Orden de la Merced en el siglo XVII.


De las órdenes religiosas que llegaron a Chile durante el siglo XVI, la última fue la Compañía de Jesús, en 1593. Sin embargo, su actividad en el campo misional, educativo, económico y artístico fue tan próspera, que rápidamente se posicionó entre las más influyentes de toda la Colonia. Se establecieron en Calera de Tango en 1685, cuando el padre Isidoro Martínez, en representación del Provincial Mateo Alemán, compró la propiedad a los padres mercedarios en la suma de 2.100 pesos. A esas tierras se agregaron las adquiridas al licenciado Andrés de Toro y su mujer Luisa de Zelada, y 400 cuadras obtenidas de Clara Pastene, viuda del gobernador Francisco Gil Negrete. Más tarde compraron 900 cuadras al pie de los cerros de Lonquén que habían sido de Vicente Guajardo, con lo que llegaron a conformar una gran hacienda de 2.300 cuadras.


La excelente calidad de la cal extraída en la hacienda permitió a los jesuitas pagar en cuatro años el valor de las tierras, y proveer a la orden en Santiago de todo el material que necesitaba para la edificación de su iglesia, lo mismo que para ampliar y construir las distintas casas que levantó la Compañía en todo el territorio.


En 1741 vivían cien personas en la hacienda de La Calera. Entre sacerdotes, hermanos religiosos, peones y esclavos, destinados a trabajar en las faenas industriales y tareas agrícolas, en 1767 sumaban 120.
El crecimiento de la producción llevó a perfeccionar el sistema de regadío y ampliar la extensión de los terrenos de cultivo. Lograron excelentes sementeras de trigo y llegaron a obtener una cosecha de 600 fanegas en 1746. Ampliaron las viñas que se habían plantado en el siglo XVII y mejoraron los olivares, así como los huertos frutales de manzanas, peras, duraznos, higueras, almendros y nogales. Introdujeron nuevos cultivos como anís y comino, y desarrollaron la chacarería con productos como porotos, maíz, papas y lentejas.


En el siglo XVIII destinaron muchas tierras a la ganadería, la que alcanzó un gran desarrollo con la elaboración de sebo, cordobanes y charqui, actividad para la que destinaban anualmente 350 cabezas de vacunos. De igual modo, se criaban equinos y mulares, fundamentales en las tareas agrícolas y como animales de carga para las distintas faenas

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